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Una biblioteca es memoria, diálogo y luz, un estímulo constante para ejercer la pura alegría de leer. Emilio Lledó.

viernes, 28 de septiembre de 2012

La segunda prueba

Ron estaba atado entre Hermione y Cho Chang. Había también una niña de no más de ocho años, cuyo pelo plateado le indicó a Harry que debía de ser hermana de Fleur Delacour. Daba la impresión de que los cuatro se hallaban sumidos en un sueño muy profundo: la cabeza les colgaba sobre los hombros y de la boca les salía una fina hilera de burbujas.

Se acercó rápidamente a ellos, temiendo que los tritones bajaran las lanzas para atacarlo, pero no hicieron nada. Las cuerdas de algas que sujetaban a los rehenes a la estatua eran gruesas, viscosas y muy fuertes. […]

Harry se volvió y buscó algo afilado… algo…

Había piedras en el fondo del lago. Se hundió para coger una muy dentada y regresó junto a la estatua. Comenzó a cortar las cuerdas que ataban a Ron y, tras varios minutos de duro trabajo, lo consiguió. Ron flotó, inconsciente, unos centímetros por encima del fondo del lago, balanceándose ligeramente con el flujo del agua. Harry miró a su alrededor. No había señal de ninguno de los otros campeones. ¿Qué hacían? ¿Por qué no se daban prisa? Se volvió hacia Hermione, levantó la piedra dentada y se dispuso a cortarle las cuerdas también a ella…

De inmediato lo agarraron varios pares de fuertes manos grises. Media docena de tritones lo separaban de Hermione, negando con la cabeza y riéndose.

—Llévate el tuyo —le dijo uno de ellos—. ¡Deja a los otros!

—¡De ninguna manera! —respondió Harry, pero de la boca solo le salieron dos burbujas grandes.

—Tu misión consiste en liberar a tu amigo… ¡Deja a los otros!

—¡Ella también es amiga mía! —gritó Harry, señalando a Hermione y sin echar por la boca más que una enorme burbuja plateada—. ¡Y tampoco quiero que ellas mueran!

J. K. ROWLING

Harry Potter y el cáliz de fuego, Salamandra


Actividades


1. Contesta las siguientes cuestiones:

a) ¿En qué lugar suceden los acontecimientos?

b) ¿En qué consiste la misión de Harry Potter?

c) ¿Qué desea hacer el protagonista? Explica por qué los tritones se lo impiden.

d) «El objetivo prioritario de Harry es ganar la prueba». Esta afirmación ¿es verdadera o es falsa? ¿Por qué?


2. Divide el texto en partes atendiendo a la modalidad que predomina en los distintos párrafos.

Narración    Descripción    Diálogo



3. Busca en el diccionario la palabra tosco e indica cuáles de los siguientes términos significan lo mismo y cuáles lo contrario:

Basto, exquisito, chabacano, pulido, delicado, ordinario, vulgar, rudo, cerril



4. Un pueblo submarino se halla «debajo de la superficie marina». ¿En cuáles de estas palabras el prefijo sub- significa «bajo» o «debajo de»? Ayúdate del diccionario.

subjetivo, súbito, subasta, subyugar, suboficial, subíndice, subsistir, subsidio, subrayar, subjuntivo, submundo, sublimado, sublevado, subterráneo, subdelegado

5. Construye una oración con cada una de las siguientes expresiones:

En la cuerda floja.

Contra las cuerdas.

Bajo cuerda.

Dar cuerda.






jueves, 27 de septiembre de 2012

El diablo de los números

Hacía mucho que Robert estaba harto de soñar. Se decía: Siempre me toca hacer el papel de tonto.

Por ejemplo, en sueños le ocurría a menudo ser tragado por un pez gigantesco y desagradable, y cuando estaba a punto de ocurrir llegaba a su nariz un olor terrible. O se deslizaba cada vez más hondo por un interminable tobogán. Ya podía gritar cuanto quisiera ¡Alto! o ¡Socorro!, bajaba más y más rápido, hasta despertar bañado en sudor.

A Robert le jugaban otra mala pasada cuando ansiaba mucho algo, por ejemplo una bici de carreras con por lo menos veintiocho marchas. Entonces soñaba que la bici, pintada en color lila metálico, estaba esperándolo en el sótano. Era un sueño de increíble exactitud. Ahí estaba la bici, a la izquierda del botellero, y él sabía incluso la combinación del candado: 12345. ¡Recordarla era un juego de niños! En mitad de la noche Robert se despertaba, cogía medio dormido la llave de su estante, bajaba, en pijama y tambaleándose, los cuatro escalones y... ¿qué encontraba a la izquierda del botellero? Un ratón muerto. ¡Era una estafa! Un truco de lo más miserable.

Con el tiempo, Robert descubrió cómo defenderse de tales maldades. En cuanto le venía un mal sueño pensaba a toda prisa, sin despertar: Ahí está otra vez este viejo y nauseabundo pescado. Sé muy bien qué va a pasar ahora. Quiere engullirme. Pero está clarísimo que se trata de un pez soñado que, naturalmente, sólo puede tragarme en sueños, nada más. O pensaba: Ya vuelvo a escurrirme por el tobogán, no hay nada que hacer, no puedo parar de ningún modo, pero no estoy bajando de verdad.


Y en cuanto aparecía de nuevo la maravillosa bici de carreras, o un juego para ordenador que quería tener a toda costa -ahí estaba, bien visible, a su alcance, al lado del teléfono-, Robert sabía que otra vez era puro engaño. No volvió a prestar atención a la bici. Simplemente la dejaba allí. Pero, por mucha astucia que le echara, todo aquello seguía siendo bastante molesto, y por eso no había quien le hablara de sus sueños.

Hasta que un día apareció el diablo de los números.

Robert se alegró de no soñar esta vez con un pez hambriento, y de no deslizarse por un interminable tobogán desde una torre muy alta y muy vacilante. En su lugar, soñó con una pradera. Lo curioso es que la hierba era altísima, tan alta que a Robert le llegaba al hombro y a veces hasta la cabeza. Miró a su alrededor y vio, justo delante de él, a un señor bastante viejo, bastante bajito, más o menos como un saltamontes, que se mecía sobre una hoja de acedera y le miraba con ojos brillantes.

-¿Quién eres tú? -preguntó Robert.

El hombre le gritó, sorprendentemente alto:
-¡Soy el diablo de los números!

Pero Robert no estaba de humor para aguantarle nada a semejante enano.

-En primer lugar -dijo-, no hay ningún diablo de los números.
-¿Ah, no? ¿Entonces por qué estás hablando conmigo, si ni siquiera existo?
-Y en segundo lugar, odio todo lo que tiene que ver con las Matemáticas.
-¿Por qué?
-«Si dos panaderos hacen 444 trenzas en seis horas, ¿cuánto tiempo necesitarán cinco panaderos para hacer 88 trenzas?» Qué idiotez -siguió despotricando Robert-. Una forma idiota de matar el tiempo. Así que ¡esfúmate! ¡Largo!

El diablo de los números se bajó con un elegante salto de su hoja de acedera y se sentó al lado de Robert, que en protesta se había sentado entre la hierba, alta como un árbol.

-¿De dónde te has sacado esa historia de las trenzas? Seguro que del colegio.
-¡Y de dónde si no! -dijo Robert-. El señor Bockel, ese principiante que nos da Matemáticas, siempre tiene hambre, a pesar de estar tan gordo. Cuando cree que no le vemos porque estamos haciendo los deberes, saca una trenza de su maletín y se la devora mientras nosotros hacemos cuentas.

Robert vio a un señor bastante mayor, más o menos del tamaño de un saltamontes, que se columpiaba en una hoja de acedera y le miraba con ojos relucientes.

-¡Vaya! -exclamó el diablo de los números, sonriendo con sorna-. No quiero decir nada en contra de tu profesor, pero la verdad es que eso no tiene nada que ver con las Matemáticas. ¿Sabes una cosa? La mayoría de los verdaderos matemáticos no sabe hacer cuentas. Además, les da pena perder el tiempo haciéndolas, para eso están las calculadoras. ¿No tienes una?

-Sí, pero en el colegio no nos dejan usarla.
-Ajá -dijo el diablo de los números-. No importa. No hay nada que objetar a un poco de práctica con las tablas. Puede ser muy útil si uno se queda sin pilas. ¡Pero las Matemáticas, ratoncito, eso es muy diferente!
-Sólo quieres que cambie de idea -dijo Robert-. No te creo. Si me agobias en sueños con deberes, gritaré. ¡Eso se llama malos tratos a menores!
-Si hubiera sabido que eres tan cobardica -dijo el diablo de los números-, no habría venido. Al fin y al cabo, no quiero más que charlar contigo un poco. La mayoría de las veces estoy libre por las noches, así que pensé: Pásate a ver a Robert, seguro que está harto de bajar siempre el mismo tobogán.
-Cierto.
-¿Lo ves?
-Pero no voy a dejar que me tomes el pelo -gritó Robert-. Que no se te olvide.

Pero entonces el diablo de los números se puso en pie de un salto, y de repente ya no era tan bajito.


-¡Así no se le habla a un diablo! -gritó.

Pateó la hierba hasta que quedó aplastada en el suelo, y sus ojos echaban chispas.

-Perdón -murmuró Robert.

Todo aquello estaba empezando a resultarle un poco inquietante.

-Si es tan sencillo hablar de Matemáticas como de películas o de bicicletas, ¿para qué se necesita un diablo?
-Por eso mismo, querido -respondió el anciano-: Lo diabólico de los números es lo sencillos que son. En el fondo ni siquiera necesitas una calculadora. Para empezar, sólo necesitas una cosa: el uno. Con él puedes hacerlo casi todo. Por ejemplo, si te dan miedo las cifras grandes, digamos... cinco millones setecientos veintitrés mil ochocientos doce, empieza simplemente así:


y sigue hasta que hayas llegado a los cinco millones etcétera. ¡No dirás que es demasiado complicado para ti! Eso puede entenderlo hasta el más idiota, ¿no?
-Sí -dijo Robert.
-Y eso aún no es todo -prosiguió el diablo de los números. Ahora tenía en la mano un bastón de paseo con empuñadura de plata, y lo agitaba delante de las narices de Robert-. Cuando hayas llegado a cinco millones etcétera, simplemente sigues contando. Verás que sigues hasta el infinito. Porque hay infinitos números.

Robert no sabía si creérselo.

-¿Cómo lo sabes? -preguntó-, ¿Has probado a hacerlo?
-No, no lo he hecho. En primer lugar llevaría demasiado tiempo, y en segundo lugar es superfluo.

Robert se quedó igual que estaba.

-O puedo contar hasta llegar allí, y entonces no es infinito -objetó-, o si es infinito no puedo contar hasta allí.
-¡Mal! -gritó el diablo de los números. Su bigote temblaba, se puso rojo, su cabeza se hinchó de rabia y se hizo más y más grande.
-¿Mal? ¿Por qué mal? -preguntó Robert.
-¡Necio! ¿Cuántos chicles crees que se han comido hoy en todo el mundo?
-No lo sé.
-Más o menos.
-Muchísimos -respondió Robert-. Sólo con Albert, Bettina y Charlie, con los de mi clase, con los que se han comido en la ciudad, en toda Alemania, en América... miles de millones.
-Por lo menos -dijo el diablo de los números-. Bien, supongamos que hemos llegado al último de los chicles. ¿Qué hago entonces? Saco otro del bolsillo, y ya tenemos el número de todos los consumidos más uno... el siguiente. ¿Comprendes? No hace falta contar los chicles. Simplemente saber cómo seguir. No necesitas más.

Robert reflexionó un momento. Luego, tuvo que admitir que el diablo de los números tenía razón.

-También se puede hacer al revés -añadió el anciano.
-¿Al revés? ¿Qué quieres decir con al revés?
-Bueno, Robert -el anciano volvía a sonreír-, no sólo hay números infinitamente grandes, sino también infinitamente pequeños. Y además, infinitos de ellos.
Al decir estas palabras, el tipo agitó su bastón ante el rostro de Robert como si de una hélice se tratara.


Se marea uno, pensó Robert. Era la misma sensación que en el tobogán por el que con tanta frecuencia se había deslizado.

-¡Basta! -gritó.
-¿Por qué te pones tan nervioso, Robert? Es algo enteramente inofensivo. Mira, sacaré otro chicle. Aquí está...
De hecho, sacó del bolsillo un auténtico chicle. Sólo que era tan grande como la balda de una estantería, que tenía un aspecto sospechosamente lila y que estaba duro como una piedra.



-¿Eso es un chicle?
-Un chicle soñado -dijo el diablo de los números-. Lo compartiré contigo. Presta atención. Hasta ahora está entero. Es mi chicle. Una persona, un chicle.

Puso un trozo de tiza, de aspecto sospechosamente lila, en la punta de su bastón y prosiguió:
-Esto se escribe así:



Dibujó los dos unos directamente en el aire, como hacen los aviones-anuncio que escriben mensajes en el cielo. La escritura lila flotó sobre el fondo de las nubes blancas, y sólo poco a poco se fue fundiendo como un helado de mora.

Robert miró hacia lo alto.

-¡Alucinante! -dijo-. Un bastón así me haría falta.
-No es nada especial. Con esto escribo en todas partes: nubes, paredes, pantallas. No necesito cuadernos ni maletín. ¡Pero no estamos hablando de eso! Mira el chicle. Ahora lo parto, cada uno de nosotros tiene una mitad. Un chicle, dos personas. El chicle va arriba y las personas abajo:

»Y ahora, naturalmente, los otros de tu clase también querrán su parte.
-Albert y Bettina -dijo Robert.
-Me da lo mismo. Albert se dirige a ti y Bettina a mí, y ambos tenemos que repartir. Cada uno recibe un cuarto:

»Naturalmente, con esto falta mucho para que hayamos terminado. Cada vez viene más gente que quiere algo. Primero los de tu clase, luego todo el colegio, toda la ciudad. Cada uno de nosotros cuatro tiene que dar la mitad de su cuarta parte, y luego la mitad de la mitad y la mitad de la mitad de la mitad, etcétera.
-Y así hasta el aburrimiento -dijo Robert.
-Hasta que los trozos de chicle se vuelven tan pequeños que ya no se pueden ver a simple vista. Pero eso no importa. Seguimos dividiéndolos hasta que cada una de las seis mil millones de personas que hay en la Tierra tenga su parte. Y luego vienen los seiscientos mil millones de ratones, que también quieren lo suyo. Te darás cuenta de que de ese modo nunca llegaríamos al final.


El anciano había escrito en el cielo, con su bastón, cada vez más unos de color lila bajo una raya lila infinitamente larga.
-¡Vas a pintarrajear el mundo entero! -exclamó Robert.
-¡Ah! -gritó el diablo de los números hinchándose cada vez más-. ¡Sólo lo hago por ti! Eres tú el que tiene miedo a las Matemáticas y quiere que todo sea lo más fácil posible para no confundirse.
-Pero, a la larga, estar todo el tiempo utilizando unos es una verdadera lata. Además es bastante trabajoso -se atrevió a objetar Robert.
-¿Ves? -dijo el anciano, borrando descuidadamente el cielo con la mano hasta que desaparecieron todos los unos-. Naturalmente, sería mucho más práctico que se nos ocurriera algo mejor que sólo 1 + 1 + 1 + 1... Por ese motivo inventé todos los demás números.
-¿Tú? ¿Dices que tú has inventado los números? Perdona, pero eso sí que no me lo creo.
-Bueno -dijo el anciano-, yo o algunos otros. Da igual quién fue. ¿Por qué eres tan desconfiado? Si quieres, no me importa enseñarte cómo se hacen todos los demás números a partir del uno.
-¿Y cómo es eso?
-Muy fácil. Lo hago así:


-El siguiente es:


-Probablemente para esto necesitarás tu calculadora.
-Tonterías -dijo Robert-:


-¿Ves? -dijo el diablo de los números-, ya has hecho un dos, sólo con unos. Y ahora por favor dime cuánto es:



-Eso es demasiado -protestó Robert-. No puedo calcularlo de memoria.
-Entonces, coge tu calculadora.
-¿Y de dónde la saco? Uno no se trae la calculadora a los sueños.
-Entonces coge ésta -dijo el diablo de los números, y le puso una en la mano. Tenía un tacto extrañamente blando, como si estuviera hecha de masa de pan. Era de color verde cardenillo y pegajosa, pero funcionaba. Robert pulsó:

¿Y qué salió?


-¡Estupendo! -dijo Robert-. Ahora ya tenemos un tres.
-Bueno, pues ahora no tienes más que seguir haciendo lo mismo.

Robert tecleó y tecleó:

-¡Muy bien! -el diablo de los números le dio unas palmadas en la espalda a Robert-. Esto tiene un truco especial. Seguro que ya te has dado cuenta. Si sigues adelante no sólo te salen todos los números del dos al nueve, sino que además puedes leer el resultado de delante atrás y de detrás adelante, igual que en palabras como ANA, ORO o ALA.

Robert siguió intentándolo, pero al llegar a


la calculadora entregó su espíritu. Hizo ¡Puf! y se convirtió en una pasta verde cardenillo que se escurría lentamente.
-¡Maldición! -gritó Robert, quitándose la masa verde de los dedos con el pañuelo.
-Para eso necesitas una calculadora más grande. Para un ordenador decente una cosa así es un juego de niños.
-¿Seguro?
-¡Claro! -dijo el diablo de los números.
-¿Y siempre sigue así? -preguntó Robert-. ¿Hasta que te aburras?
-Naturalmente.
-¿Has probado con...

-No, no lo he hecho.
-No creo que resulte -dijo Robert.
El diablo de los números empezó a hacer la cuenta de memoria. Pero al hacerlo volvió a hincharse amenazadoramente, primero la cabeza, hasta parecer un globo rojo; de furia, pensó Robert, o por el esfuerzo.
-Espera -gruñó el anciano-. Sale una verdadera ensalada. ¡Maldición! Tienes razón, no resulta. ¿Cómo lo has sabido?
-No lo sabía -dijo Robert-. Simplemente lo adiviné. No soy tan tonto como para hacer un cálculo así.
-¡Desvergonzado! En las Matemáticas no se adivina nada, ¿entendido? ¡En las Matemáticas se procede con exactitud!
-Pero tú has dicho que eso era siempre así, hasta el aburrimiento. ¿Acaso no es eso adivinar?
-¿Qué estás diciendo? ¡Quién te has creído que eres! ¡Un principiante, y nada más! ¿Pretendes enseñarme cuántos son dos y dos?
A cada palabra que decía, el diablo de los números se volvía más grande y más gordo. Jadeó para coger aire. Robert empezaba a tenerle miedo.


-¡Enano de los números! ¡Cabeza hueca! ¡Montón de mocos! -gritó el anciano, y apenas había dicho la última frase cuando explotó de rabia, con un fuerte estallido.

Robert se despertó. Se había caído de la cama. Estaba un poquito mareado, pero aun así no pudo por menos que reírse al pensar cómo había arrinconado al diablo de los números.


Capítulo del libro:
El diablo de los números
del escritor Enzens Berger, H. M.
Siruela, Madrid 1997.

Actividades
1. Pon un título al texto.

2. Realiza un breve resumen del texto y expón la idea principal.

3. Busca el significado de las palabras marcadas en negrita en el texto.

4. Responde a las siguientes cuestiones relacionadas con el texto:
a) ¿Cuándo se encontró Roberto con el diablo?
b) Robert le dice al diablo que en clase de Matemáticas resuelven problemas del tipo “Si dos panaderos hacen 444 trenzas en 6 horas, ¿cuánto tardan 5 panaderos en hacer 88 trenzas?”¿Sabrías resolverlo tú?
c) ¿De qué tipo de números habla el diablo con Robert?
d) ¿Por qué se enfadó el diablo al final del relato?

5. ¿Por qué hay infinitos números?

6. ¿Por qué se pueden escribir números tan pequeños como se deseen?

7. ¿Cómo construirías los números 2, 3,... a partir del uno?

8. ¿Qué ocurre cuando haces la operación 11111111111 · 11111111111?

9. ¿Por qué crees que el diablo le dice a Robert “En las Matemáticas no se adivina nada, se procede con exactitud”?


Las siete hijas de Apolo

    Siete figuras aparecieron cerca de mí. Todas vestidas de bellas sedas; sus gestos eran ritmos, y sus aspectos armoniosos encantaban.


     Al hablar, sus lenguajes eran música. […]


     Y adelantándose la primera, me dijo: «Yo soy Do. Para ascender al trono de mi madre, la sublime reina, hay siete escalones de oro purísimo. Yo estoy en el primero».


     Otra me dijo: «Mi nombre es Re. Yo estoy en el segundo escalón del trono. Mi estatura es mayor que la de mi hermana Do. Pero la irradiación de nuestros cabellos es la misma».


    Otra me dijo: «Mi nombre es Mi. Tengo un par de alas de paloma, y revuelo sobre mis compañeras, desgranando un raudal de trinos de oro». […]


      La última estaba silenciosa, y yo le dije: «¡Oh! Tú, que estás colocada en lo más alto de los escalones de tu madre la Lira: eres buena, eres bella, eres fascinadora; deberás tener entonces un nombre suave como una promesa, fino como un trono, claro como un cristal:

      Y ella contestó sonriente: «Sí».

Rubén DARÍO
Cuentos y prosa, Aguilar

Actividades

1. ¿Quiénes son los personajes de este cuento?

2. Explica cuál es el tema de este fragmento de Rubén Darío.

3. ¿Los personajes y los hechos narrados en el texto son de ficción o, por el contrario, son reales? Justifica tu respuesta.

4. Indica si son verdaderas (V) o falsas (F) las siguientes afirmaciones.

       El texto de Rubén Darío posee una finalidad práctica.

       La finalidad del texto es dictar una ley sobre la música.

       La finalidad del texto es informar sobre el origen de la música.

       La finalidad del texto es proporcionar placer estético al lector.

5. Repasa tus respuestas a las actividades anteriores y completa:

       El texto de Rubén Darío es literario porque…………………

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Los Diez magníficos

–Abuelo, abuelo, ¿me acompañas a comprar leche?

–Filo cogió con ímpetu a su abuelo por una manga de la bata. Se le estaba deshaciendo ya en la boca la chocolatina que su madre le había prometido como premio.

–¿Cómo? ¿Qué? ¿A mirar los peces? –preguntó el abuelo sin comprender, y, poniéndose la chaqueta a toda prisa, refunfuñó–: Pero si los peces están en el salón, ¿por qué me sacas de casa?

–¡Leche, abuelo, leche, no peces! ¡Venga, vamos!–gritó alegre Filo, mientras lo empujaba hacia el ascensor sin demasiados cumplidos.

–¡Leche, de acuerdo, leche, ya lo he oído, que no soy sordo! –aclaró el abuelo, abrochándose la chaqueta.

Profesor de matemáticas jubilado desde hace años, el abuelo es un poco duro de oído, ya os habréis dado cuenta. Él sostiene que ese «leve déficit auditivo» es consecuencia de los 4.800 alumnos que a lo largo de 40 años de docencia le han gritado a pleno pulmón con la mano levantada: «Profesor, no lo entiendo, ¿me lo explica otra vez?».

Cada vez que el abuelo habla de sus 4.800 alumnos a lo largo de 40 años, el corazón se le hincha de emoción, se pone las gafas y pregunta a quemarropa: «4.800 alumnos a lo largo de 40 años: ¿cuántos alumnos son en un año?».

Sí, es más fuerte que él: le resulta imposible dejarse de preguntas. El tiempo se detuvo para el abuelo aquel horrible día en que pasó a «situación de jubilado», obligado a dejar la enseñanza «por haber alcanzado el límite de edad establecido». Pero el mundo de la enseñanza se le ha quedado dentro, allí, en el fondo de su corazón, y no es capaz de sentirse otra cosa que profesor. Así, ocurre que nosotros, su familia, hemos tenido que ponernos en lugar de sus alumnos. A veces, sin embargo, no le bastamos como clase y acaba por tomarla hasta con los extraños. Recuerdo que un día, entrando en una panadería repleta de gente vociferante, se llevó el dedo índice a los labios y, severo, ordenó: «Shhh..., ¡guardad silencio!».

Todo el mundo se volvió a mirarnos; yo quería que me tragara la tierra, porque me esperaba lo que vendría a continuación: «¡Y cada uno a su sitio!».

A los de su familia, las dos órdenes nos llegan siempre juntas.

Filo es Filippo, mi hermanito de ocho años, delgadito delgadito, con dos incisivos de hámster y las manos permanentemente manchadas de rotulador y ceras. El abuelo le ha apodado «señor Luegomelavo», a causa de sus imploraciones cuando mamá y papá le persiguen con el intento de meterlo en la ducha: «Luego-me-lavo, luego-me-lavo, luego-me-lavo...». Sin embargo, sin la acción simultánea de nuestros padres, ese luego tendría cierto sabor a eternidad: el lavado no llegaría nunca.

Mi abuelo y mi hermano se llevan muy bien; a menudo se encierran en la cocina y se afanan juntos en los hornillos, creando obras maestras para la vista y el paladar. El abuelo, que ha vivido la guerra y sabe lo que es el hambre, sostiene que la cocina es el mejor sitio de la casa. Nosotros, entre un ruido de loza y otro, les oímos parlotear por los codos.

Además de querer hacer de Filo un gran chef, el abuelo aspira a convertirlo en un genio matemático. Conmigo renunció desde que preferí el arte a la ciencia; con todo, no pierde ocasión para intentar interesarme. En cuanto puede, no deja de susurrar, inspirado: «Recuerda, querida, ¡también las matemáticas son un arte!».

La mañana de la leche, precisamente, en cuanto volvieron de la lechería, ambos se parapetaron en la cocina a desayunar. Oí a mi hermano hablar de un tipo que había pagado a la lechera sólo con monedas de 100 y 200 liras*. Le explicaba al abuelo que aquel tipo, que se llamaba Mohamed, obtenía las monedas de los automovilistas a quienes limpiaba el parabrisas en el semáforo cerca del colegio.

–Abuelo, ¿tú sabes de dónde viene? Habla en un idioma extraño... y ¿por qué todos los que son como él son pobres? –preguntó Filo preocupado.

El abuelo, que como buen profesor no se arredra ante ninguna pregunta, empezó:
–El país exacto de origen de Mohamed no sabría decírtelo, pero no cabe duda de que es árabe. En cuanto a la pobreza de todos los árabes, los que vienen aquí sin duda son pobres y, lo que se dice pobres, en su país hay muchos.

Ante la expresión acongojada de Filo, el abuelo se apresuró a añadir:
–Pero no siempre fue así, créeme, ¡hubo un tiempo en que el mundo árabe era más rico y civilizado que el nuestro! –Y soltó un profundo suspiro.

En ese momento, incluso sin verlo, yo sabía que el abuelo había asumido ese aire inspirado que lo obliga a interrumpir cualquier cosa que tenga entre manos, aunque sea un estimulante almuerzo: hele ahí, profesor de nuevo. Cerré los ojos y sonreí, aguardando. No tuve que esperar más de tres segundos antes de que el abuelo pronunciara la frase que da la señal de salida a sus mágicos relatos, parábolas con las que trata de conducir a su pequeño discípulo por los senderos luminosos del saber científico:
–Pues debes saber que... –Y, en efecto, no me decepcionó–: ¡Pues debes saber que fueron precisamente los árabes quienes nos enseñaron los números con los que cada día contamos y resolvemos los problemas! Antes de este descubrimiento, aquí en Europa se usaban los números romanos, que hacen que todas las operaciones resulten más complicadas. –Se aclaró la voz, tal vez en busca de algún ejemplo iluminador–: ¡Como si tú y yo, para cocinar, usáramos el fuego de una hoguera en vez de los hornillos de gas! Pero ahora quiero contarte con todo detalle cómo fueron las cosas.

En aquel momento, estaba segura de que también Filo se había quedado absorto, olvidándose casi del desayuno y abriendo la boca en los momentos más interesantes de la historia, como suele hacer siempre que interrumpe la comunicación con el resto del mundo para adentrarse en esos luminosos aunque escarpados senderos.

En realidad, el abuelo siempre enseñó a estudiantes de los cursos superiores, por lo que a veces no consigue calibrar bien las clases con Filo, quien a su edad tiene ya bastante con la tabla de multiplicar. Sin embargo, mi hermano sigue mirándolo fijamente, arrebatado, absorbiéndolo todo como una esponja; así pues, el maestro sigue adelante con sus relatos, convencido de que su joven discípulo, en el fondo, le entiende. «¡Lo que de verdad importa lo comprende!», me repite a menudo el abuelo; y creo que tiene razón.

–Debes saber que los números que te ha enseñado la maestra Grazia, 0, 1, 2, 3... 10, 11..., se llaman números naturales y fueron inventados en la India. Antes de que los inventaran, había otros sistemas para indicar una cierta cantidad de objetos, por ejemplo, el sistema de los romanos, pero, como ya te he dicho, era un sistema bastante mediocre en comparación.

»En el año 772, algunos embajadores de la India llevaron como obsequio al califa de Bagdad, capital del imperio árabe, unas tablas de cálculos astronómicos hechas con el nuevo sistema de numeración. El califa, que era un listillo, comprendió de inmediato su importancia y puso a sueldo a excelentes matemáticos para que difundieran el nuevo sistema en su imperio. El mejor de todos ellos, un tipo de nombre Mohamed Al Juwarizmí, se apresuró a publicar un tratado, en el que explicaba el método indio para escribir los números y realizar cálculos. El tratado tuvo un éxito enorme entre los mercaderes, siempre dispuestos a adoptar cualquier novedad que mejorara sus transacciones. Y fueron precisamente los mercaderes quienes, viajando de un extremo al otro del Mediterráneo, difundieron el nuevo método –explicó el abuelo con satisfacción, y concluyó enfático–: ¡Pero quien mayores beneficios obtuvo de esos números indios fue precisamente Al Juwarizmí!

–¿Por qué? ¿Es que su libro era muy caro? –preguntó Filo, curioso.

–No, él ganó algo más importante que el dinero: ¡gracias a aquel tratado se ganó la inmortalidad!

Filo tragó dos veces, y con un hilo de voz preguntó:
–¿Quieres decir que se volvió inmortal... como Supermán?

–Bueno, ¡estamos hablando de otro tipo de inmortalidad! –aclaró el abuelo, intuyendo que se había dejado arrastrar por el énfasis didáctico. Así que precisó–: Ahora te lo explico... Veamos..., esto es lo que viene al caso: ¡el libro de recetas de mamá! –De la balda de enfrente de la nevera cogió el libro, lo abrió por la receta del chocolate caliente y continuó–: ¿Te acuerdas del procedimiento para preparar tu bebida preferida? Pues bien, para realizar una operación también necesitamos una receta que nos explique cómo se hace. Las recetas de las cuatro operaciones que te ha enseñado Grazia se las había revelado a los árabes precisamente Al Juwarizmí en su famoso tratado. Es como cuando mamá, hablando con sus amigas, dice que ha usado el Arguiñano para la ensalada de pasta (dado que es Arguiñano el autor de las recetas), pues así, quien usaba la receta para la división o para otra operación decía que había usado el Al Juwarizmí.

»Este nombre, a fuerza de ir de boca en boca, especialmente entre los extranjeros, se transformó primero en alguarismo y más tarde en algoritmo, y acabó por convertirse en una palabra del diccionario, que significa más o menos procedimiento riguroso. ¡Y por eso el célebre antepasado de ese pobre limpiacristales sigue viviendo en nuestro lenguaje cotidiano!


* Las cantidades y las operaciones matemáticas se han mantenido en liras, la moneda italiana anterior al euro. Un euro corresponde a 1.936,27 liras italianas.



Capítulo del libro:
Los Diez magníficos
de la escritora Anna Cerasoli
Maeva, 2004.

Actividades
1. Pon un título al texto.

2. Realiza un breve resumen del texto y expón la idea principal.

3. Busca el significado de las palabras marcadas en negrita en el texto.

4. Responde a las siguientes cuestiones relacionadas con el texto:
a) Responde a la pregunta del abuelo: ¿cuántos alumnos son en un año?
b) ¿Qué dos órdenes del abuelo llegan siempre juntas a su familia?
c) Las monedas que usó Mohamed para pagar a la lechera qué valor tienen en euros.
d) ¿Quienes nos enseñaron los números con los que hoy en día contamos? ¿Cómo se llaman esos números?
e) Explica el origen de la palabra algoritmo.
f) ¿Alguna vez el mundo árabe fue más rico y civilizado que el nuestro?
g) ¿Qué números se usaban en Europa en el año 772?

5. Investiga a qué se llama mundo árabe.

6. Busca el significado del término al-Ándalus y qué relación tuvo con el mundo árabe.

7. Describe los sistemas de numeración romano y arábigo. Señala sus diferencias.



El Palacio de las Cien Puertas


Disminuyes rápidamente de tamaño. Las paredes del Palacio se regeneran con la misma rapidez. Vuelves a estar en una sala oscura. Vuelves a ser Alicia, pero solo por un momento.

Sales de ella con suavidad, como una mano sale de un guante de seda. La niña, cuya figura emite un tenue resplandor, te mira y te sonríe.
—Gracias por tu ayuda —te dice.

Se da la vuelta y se va. Desaparece en la oscuridad.

Durante unos segundos, la oscuridad, el silencio y la soledad son totales. Luego oyes una voz a tus espaldas.
—Es una buena chica —dice el enano pelirrojo, el bibliotecario.

Te das la vuelta y lo ves a tu lado, a la débil luz que emana del libro que lleva bajo el brazo.
—Me refiero a Alicia —prosigue el enano—. Es una buena chica, aunque un tanto caprichosa y engreída, como habrás notado. Como muchos niños y niñas de familia acomodada, está acostumbrada a obtener todo lo que quiere. Por eso acaba de librar esta batalla simbólica contra el Rey Negro, que representa los regalos, lo que se obtiene sin esfuerzo. Mientras que el Sombrerero Loco, que hacía las veces de rey blanco, representa el trabajo diligente, lo que se obtiene mediante el propio esfuerzo... La gran batalla entre tener y ser. Hoy día mucha gente quiere tener más y más cosas, y cree que en eso consiste la felicidad.

Pero lo importante es lo que somos, no lo que tenemos. O sea, lo que tenemos dentro, no lo que tenemos fuera.

El enano pelirrojo te da el libro luminoso. Lo coges. En su cubierta pone El Palacio de las Cien Puertas. Es este libro, el mismo libro que estás leyendo en el Mundo Tangible.
—Enhorabuena —te dice sonriendo—. Has llegado hasta el final de tu peripecia, y has conseguido el tesoro. Y el tesoro que hay en este Palacio, es decir, en este libro, son las palabras que contiene, evidentemente. Ahora son tuyas, porque tú también las contienes: al leerlas las has metido dentro de ti. Pero el valor de un tesoro depende, sobre todo, de lo que hagamos con él, del uso que le demos. Reflexiona sobre lo que aquí has visto, sobre lo que aquí has leído. Eso es lo importante: lo que tú pienses a partir de todas estas palabras que has hecho tuyas.

El libro que tienes en las manos (el del Mundo Sutil, idéntico a este que estás leyendo en el Mundo Tangible) va perdiendo su brillo poco a poco.
—¿Pensabas que ibas a llevarte toda la biblioteca del Palacio de las Cien Puertas? —prosigue el enano—. Bueno, pues en cierto modo así es. No puedes llevarte los libros físicamente (nuestra «física» es bastante distinta de la vuestra, como habrás observado), pero te llevas el concepto. Has averiguado los títulos de algunos libros-puerta, y esos te llevarán a otros, si quieres. Conseguir libros es muy fácil en el Mundo Tangible. Y esos libros te mantendrán en contacto con el Mundo Sutil. Podrás volver aquí siempre que quieras. Los libros son espejos de papel en los que nos vemos a nosotros mismos, y, como Alicia, podemos pasar al otro lado del espejo. Tú ahora mismo estás al otro lado, aunque a punto de regresar a tu mundo. La puerta ya está lista.

Miras a tu alrededor, pero no ves ninguna puerta. Solo oscuridad. El enano chasquea los dedos y aparece un rectángulo de papel ligeramente iluminado. Tiene el tamaño de una puerta, pero es la página de un libro llena de grandes letras negras.


Capítulo del libro:
El Palacio de las Cien Puertas
del escritor Carlo Frabetti
SM, Madrid, 2005.

Actividades
1. Pon un título al texto.

2. Realiza un breve resumen del texto y expón la idea principal.

3. Busca el significado de las palabras marcadas en negrita en el texto.

4. Responde a las siguientes cuestiones relacionadas con el texto:
a) El personaje Alicia es el protagonista de un famoso cuento, ¿de qué cuento?
b) Haz un resumen de un folio del cuento del anterior apartado (búscalo en Internet o en la biblioteca, también puedes visionar alguna adaptación cinematográfica existente).
c) ¿Qué tesoro se han llevado del Palacio?

5. ¿Cuál es la reflexión que pretende hacer el autor sobre el Tener y el Ser? ¿Qué personaje representa a cada una de estas ideas en el libro?

6. Transcribe el texto de la última imagen.

7. Después de leer El Palacio de las Cien Puertas, tu mente está mucho más preparada para enfrentarse a cualquier reto. ¡Demuéstralo en estos desafíos!
a) En un cajón hay 8 guantes blancos y 8 guantes negros. ¿Cuántos guantes deberás sacar para asegurarte un par del mismo color?
b) ¿Cuál es el día más largo de la semana?
c) Uno entre veinte es igual a diecinueve. Piensa «a lo romano» y sabrás que Barbagrís no miente.
d) En un campo hay 3 montones de paja, y en el campo de al lado, 2 montones más. Si el granjero amontona todos, ¿cuántos montones tendrá?






lunes, 24 de septiembre de 2012

¡Ojalá no hubiera números!


Arturo es un chiquillo como tú. Por la mañana va al colegio y luego come macarrones y luego vuelve a la escuela y así muchos días, como tú y como tu amiga. Por la tarde, si hay deberes, estudia un poquito y después a divertirse, […].

Hay niños y niñas a los que les encanta jugar al fútbol; a Pedro le chifla ver dibujos animados; Marisa disfruta pintando con su caja de colores; Ruth y Nacho se pasan todo el día hablando de fantasmas y de casas encantadas con ruidos de miedo; Paloma siempre está pensativa... como en la Luna, y si la tocas por la espalda, da un respingo. ¿Y a Arturo?

A Arturo le gusta leer. Cuentos con dibujos, historias de niños traviesos, aventuras con cocodrilos y una serpiente venenosa, poesías y tebeos, libros grandes y pequeños... todos... todo... si algo tiene letras, Arturo se lo lee. Sus amigos le llaman Arturo Comelibros y entonces Arturo se pone a reír y ¡hala!, la epidemia, todos a troncharse.

Una tarde, cuando Arturo llegó a casa, antes de jugar con los amigos, tenía deberes que hacer. Le tocaba Matemáticas, o sea, mates, como dicen todos sus compañeros.

Arturo no entendía muy bien lo de los números, áreas y ecuaciones, y aunque era la asignatura que peor se le daba, no dejaba de estudiarla.

Su madre siempre le decía «tú estudia, hijo, verás como así acabarás por comprender las Matemáticas» y Arturo la miraba con cara pesimista mientras pensaba que «es imposible que yo entienda todo este lío de números».

Además, Arturo no se llevaba demasiado bien con Lucas, su profesor de Matemáticas; éste le repetía una y otra vez: «Con las buenas notas que sacas en el resto de asignaturas, no sé como te cuestan tanto las Matemáticas. Eres un poco vaguillo».

Bueno, había dicho que Arturo se disponía a hacer sus deberes. Era una operación combinada con números enteros muy larga, y si no me creéis, aquí está la operación:

(−1) ⋅ (−2) − [3 ⋅ (4+5) + 6 : (7 − 8)] + 9 ⋅ (−10)

¿Qué?, ¿es larga o no es larga?

Arturo sacó su lápiz del estuche, miró si tenía punta y puso cara de científico pensativo mientras razonaba de esta manera, hablando entre susurros:
– A ver, primero tengo que operar los paréntesis. Pero también hay un corchete así que voy a empezar por ahí. Además dentro del corchete hay otros dos paréntesis más. Ya está, 4+5=9 y 7−8=1 , ¡no!, si tengo siete y le quito ocho son −1 , ¡agh!

Se confundió y se enfandó. Arturo murmuró:
– ¡Ojalá no hubiera números! - Lanzó el lápiz sobre la hoja, borró lo que había escrito y ya se disponía a volver a comenzar... pero eso ya no nos interesa.

Cuando Arturo exclamó «¡ojalá no hubiera números!», lo hizo en voz baja, pero aunque él creía que nadie le podía oír, estaba muy confundido: siempre hay alguien escuchando y entonces pueden ocurrir muchas cosas, ¡hay que tener cuidado con lo que se dice!

«¡Ojalá no hubiera números!» fue la frase fatídica que se le escapó.

¿Y sabéis quién oyó esa exclamación? ¡Qué malísima suerte! Fue el rey de las Matemáticas quien escuchó ese insulto a los números. Y esa tarde el rey estaba muy enfadado porque había visto cosas terribles: en un examen, un niño puso que un triángulo tenía cuatro lados; un señor con bigote buscaba una calculadora para dividir doce entre cuatro; Sara escribió que un kilómetro era igual a diez metros; escuchó a veintinueve niños que dijeron que odiaban las Matemáticas.

Y esa tarde, Pitágoras V, que así se llamaba el rey de las Matemáticas, tomó la determinación más importante de su vida, y además fue Arturo el culpable de todo.

En un lugar que nadie conoce, Pitágoras V reunió a todos sus ministros y ayudantes, y éstos sabían que algo grave había ocurrido porque el rey daba tantos gritos que hasta las circunferencias se asustaron.

Alrededor de la gran mesa pentagonal se sentó un grupo de extraños personajes con aspecto de haber salido de un libro de Matemáticas. Además no paraban de moverse, como si les hubiera picado una avispa: uno con forma de rectángulo se convertía en trapecio y luego en rombo; una bisectriz se transformó en mediatriz; un quince se volvió un cincuenta y uno; y así con todos.

Tenían unos nombres un poco raros; Pitágoras V presidía, y luego estaban Numerón, Rectol, Multiplicón, Diámetra y Radia, Negativorio, Triangulín, Ángula, Rombín, Diagonol, Decimalina y otros muchos más, así hasta llegar a veinticinco, ¡claro!, cinco en cada lado de la mesa.

Pitágoras V se levantó y habló despacito, alto y claro:
-Os he convocado para comunicaros una decisión muy importante que quiero tomar. Hace ya algún tiempo que en la Tierra están atacando a las Matemáticas, ¿qué os voy a contar que no sepáis?...

Adaptación del texto:
¡Ojalá no hubiera números!
del escritor Esteban Serrano Marugán
Nivola, Madrid, 2002.

Actividades
1. Pon un título al texto.

2. Realiza un breve resumen del texto y expón la idea principal.

3. Busca el significado de las palabras marcadas en negrita en el texto.

4. Responde a las siguientes cuestiones relacionadas con el texto:
a) Sigue la historia, ¿qué decisión crees que tomará Pitágoras V?
b) Inventa un final para esta lectura, con una extensión aproximada de una hoja.
c) ¿Imaginas un mundo sin números? ¿Cómo sería?

5. Escribe cinco acciones de la vida cotidiana que necesitan de los números.

6. Describe a tu familia y tus características de edad, pesa y altura sin pronunciar ni un solo número.

7. Si no hubiera números, ¿crees que habría que inventarlos? Si no, ¿qué podríamos hacer?

8. Investiga el grafismo de los números y desde cuando tienen el actual.